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Te vestí de invierno

Te vestí de invierno, una mañana en medio del cielo abierto. Te vestí despacio, en un intento de no hacerte daño. Vestí tu cuerpo desnudo cubierto de espuma y salitre. Nadie se dio cuenta del daño que había tras las vestiduras. Ni tan siquiera notaron tu rictus ausente. Ahora ya no importa lo que digan, el miedo a perdernos seguirá presente mas, yo, volveré a vestirte siempre. Texto y foto @nuria_sobrino
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Yo digo

Yo digo Ahí estás. Detrás de las espinas. Atravesando cualquier dolor y cualquier muro. Siempre estás ahí. Detrás de todo. Siempre. Ahí. Estás. Pero no nos llega. Nosotros queremos más. No nos basta tu simple presencia, y la perdemos de vista ante cualquier ausencia. Basta una nube para desviar nuestra mirada en la dirección equivocada. Y nos perdemos en la pena de turno que se cruza por el camino que hay detrás tuyo. O delante, que nadie dijo en este mundo cual lugar es cierto y cual mentira es verdad. Algunos dirán que enredo, que de esta manera todo parece artificio y nada es sincero. Yo digo ¿qué es verdadero, amigo mío? Podrás decir tus palabras, sacadas de lo incierto de unos ojos que miran tan solo donde se posan sus deseos, comprados o vendidos gracias al parloteo del social capitalismo, del populismo, comunismo, o cualquier otro «ismo» apropiado de estos tiempos. Y yo digo,

Se me quedan cortas las historias

Se me quedan cortas las historias. Empiezan bonitas y con ganas, pero se hunden poco a poco en las batallas sin fin de ideas que brotan a raudales, hasta que chocan una vez escritas con la incongruencia de estar ahí, todas sueltas ¿Dónde empieza una y termina la otra? No entiendo por qué las palabras salen de esta manera. Se escriben solas. Es como si llevaran mucho tiempo esperando a ser plasmadas en algún papel para luego quedarse huecas del sentido que pueda tener cualquier historia bien escrita. Escribo, escribo y escribo sin parar, sin pensar. No necesito pararme a discurrir qué será lo siguiente que saldrá, ya está ahí, impaciente, esperando su turno de salir y gritar sea lo que sea que tuviera que gritar. Muchas veces dudo hasta de que sean mías tantas cosas guardadas, tantas rabietas, tantas preguntas sin respuesta. Y tengo que escribir deprisa, porque si paro se atropellan y se ahogan las letras, mueren, se van, no sé a cual lugar, ni si alguna vez volverán. Y me duele la mano

Un invierno frío y largo

—¿A qué esperas?— A que el invierno pase. Este último se hizo largo, casi fijo, perpétuo, calando huesos y memoria. Un día, al despertar se me clavó el hielo en la espalda, a punzadas y trozos rotos, como si de repente aparecieran todas aquellas agujas perdidas que durante años busqué en aquel pajar, ese lugar seco, lleno de olvido y lamento. Sin apenas darme cuenta se me escapó el verano. Una mañana el cielo se volvió del revés, tuve que cerrar puertas y ventanas y aprender a caminar mirando hacia abajo, para no ver siempre llover. Hoy el frío ya no importa tanto, tengo cuero suficiente para cubrir todas las heridas que me quedaron. En mi retiro, aprendí a coser con palabras escritas en hojas blancas los remedios de las no pronunciadas. Porque hay muchas que son amargas, se clavan en la garganta como espinas de intenciones que se quedan amarradas, enterradas en ese bosque maldito de todas aquellas cosas que nunca nos dijimos, que nunca hicimos. —¿Cuándo va

Un adiós para siempre

Me regalaste dos palabras que se convirtieron en una. Una ausencia perpetua vivida en condena. Condena de olores de invierno amarrados a la piel en pleno verano. El humo que fuiste se disipó antes incluso de apagar el fuego. Es cierto, el sol brilla como nunca en lo alto de ese cielo donde naufragaron nuestras tardes. Y ahora, que ya es mañana, envuelvo aquellas palabras y le regalo a la vida ese adiós con el que tus silencios construyó mi presencia.

No existe el vacío

“y no existe el vacío si quieres colmarlo” —Ernestina de Champourcin— Si lo llenas, el vacío volverá siempre a colmarse. Resbalará por el borde del recipiente y mientras se deshabita, —de nuevo— inundará de brisas marinas, flores exóticas y olorosas dentro de cuentos huérfanos en busca de dueño, todo lo que a su paso, de golpe, la riada desbordada ahogue. A mí, confieso, me gusta el agua en todas sus formas: dulce o salada, y nadar no es un hobby, es el estilo de vida que profeso. Y sé que cansa, que moja, y que nunca podré atraparla. Sin embargo, yo siempre vuelvo allí, a su cauce, a ese mismo lugar que habita mi primer y último recuerdo, donde me sumerjo desnuda y despojada de miedos bajo las olas que embisten mi mar. Y me hundo de nuevo y, —de nuevo— me hallo, me lleno, de ese vacío que no existe si colmarlo quiero.

El perro que cojea

Cojea el perro por la calle al sol. Gentes sentadas ocupadas en terrazas, atadas a lo que esperan mientras el perro cojea en la misma calle, al mismo sol. El perro se acerca a la farola. Primero huele, luego mea. Rompe el ruido un carrito de helados arrastrado por la acera. Los niños miran. Las madres miran. ¡Estruendo! El perro, ahora quieto, se queda al pie de la mesa de los que se sientan a pasar la tarde quieta a la que ya poco le queda. Nada pasa. El perro se tumba. Luego vendrán las horas de hacer las cosas —ajenas— y las prisas. Niños que chillan, baños y duchas, poner la mesa, cenas rápidas, ligeras, alguna cuchara, teta, pijamas, televisión y cama. Así pasa el tiempo la gente que pisa la vida. Mientras, el perro —ahora quieto— cojea por la calle al sol de una tarde cualquiera.