Subes las escaleras con pasos cansados de otro día que termina, con el bolso, la compra, las carpetas y la vida acuestas. Un día más. Un día menos. Esa mirada no favorece. Entristece la sombra ya apagada de media tarde, o medio día tirado por el retrete, depende de como se mire. Te enfundas la sonrisa que ya no convence y entras. En casa. En casa, sucia de porquería, llena de mil cosas sin hacer, de niños que quieren ser adultos -así empezamos todos el suicidio colectivo-. Entras. En casa, sucia de quejas, llena de mil cosas sin decir, de adultos que se comportan como niños. Entras. En casa. Y tu quieres salir. Esa rueda que da mil vueltas, que un día hiciste girar por tan sólo un beso. Ya ni te acuerdas. Dicen que había amor. Dicen tantas tonterías. Ya no recuerdas. Dijeron que eso es lo que era la vida, lo que se espera. Dicen aún todavía. ¿Tu ya no te acuerdas? ¿Te acuerdas de los recreos en el cole, cuando imaginábamos nuestras vidas? Casarnos en vaqueros, en la playa. Tener
Esa necesidad de que el alma hable, a veces susurrando, a veces chillando, pero necesidad a fin de cuentas, de expresarme, de sentirme, de vivirme, pero sobre todo, de salvarme.