La tormenta me pilló desprevenida, en cueros, sin un portal en el que resguardarme. Era una noche, de fiesta, en medio del olvido de lo cotidiano de los días. Sin darme cuenta, poco a poco, la oscuridad de los gatos callejeros, esos que no tienen dueño pero tienen vida, me rodeó entre miradas de desconcierto. Nunca lo vi venir. Hoy tampoco me acuerdo de ayer. Y mañana, será otro día que volverá a amanecer a oscuras. —Abre los ojos— me suurras. Te oigo. Desvío la mirada y vuelvo a vestirme de gala. El espectáculo debe continuar. Deja que llore un poco más. Deja que me de otro baño en esas aguas enfurecidas, y que la espuma blanca de sus olas me salpique de nuevo. Una noche más. Un día cualquiera. Deja que me ahogue. Es la única manera que conozco para volver a levantarme.
Esa necesidad de que el alma hable, a veces susurrando, a veces chillando, pero necesidad a fin de cuentas, de expresarme, de sentirme, de vivirme, pero sobre todo, de salvarme.