Cojea el perro por la calle al sol. Gentes sentadas ocupadas en terrazas, atadas a lo que esperan mientras el perro cojea en la misma calle, al mismo sol. El perro se acerca a la farola. Primero huele, luego mea. Rompe el ruido un carrito de helados arrastrado por la acera. Los niños miran. Las madres miran. ¡Estruendo! El perro, ahora quieto, se queda al pie de la mesa de los que se sientan a pasar la tarde quieta a la que ya poco le queda. Nada pasa. El perro se tumba. Luego vendrán las horas de hacer las cosas —ajenas— y las prisas. Niños que chillan, baños y duchas, poner la mesa, cenas rápidas, ligeras, alguna cuchara, teta, pijamas, televisión y cama. Así pasa el tiempo la gente que pisa la vida. Mientras, el perro —ahora quieto— cojea por la calle al sol de una tarde cualquiera.
Esa necesidad de que el alma hable, a veces susurrando, a veces chillando, pero necesidad a fin de cuentas, de expresarme, de sentirme, de vivirme, pero sobre todo, de salvarme.