Ir al contenido principal

Yo digo


Yo digo

Ahí estás.
Detrás de las espinas.
Atravesando cualquier dolor y cualquier muro.
Siempre estás ahí.
Detrás de todo.
Siempre.
Ahí.
Estás.

Pero no nos llega.
Nosotros queremos más.
No nos basta tu simple presencia,
y la perdemos de vista
ante cualquier ausencia.
Basta una nube
para desviar nuestra mirada en la dirección equivocada.
Y nos perdemos en la pena
de turno
que se cruza por el camino
que hay detrás tuyo.

O delante,
que nadie dijo
en este mundo
cual lugar es cierto
y cual mentira es verdad.

Algunos dirán que enredo,
que de esta manera
todo parece artificio
y nada es sincero.

Yo digo
¿qué es verdadero,
amigo mío?

Podrás decir tus palabras,
sacadas de lo incierto de unos ojos
que miran tan solo
donde se posan sus deseos,
comprados o vendidos
gracias al parloteo
del social capitalismo,
del populismo,
comunismo,
o cualquier otro «ismo»
apropiado de estos tiempos.

Y yo digo,
esos son
solo los tuyos.

Los míos,
igual que los de tu compañero,
caminan contigo
por el mismo sendero
que lleva
al mismo lugar.
Aunque quizá,
dando un rodeo.

Porque de eso se trata.
De rodear
si lo escribimos en nuestro cuento,
para ser,
al final,
lo que todos siempre
fuimos nada más llegar.

Él.
El que siempre está,
ahí,
detrás de todo
—y todos—
lo que ponemos en medio.


Aunque
—sigo diciendo yo—
esto es tan solo
mi pequeña versión
de hoy.
Mañana
Dios
—o yo—
dirá.

Comentarios

  1. Mañana o pasado mañana yo escribiré
    las letras de los versos en un nuevo lugar.
    Dios, en ello, no importará,
    mas si tú lo consigues, sonreiré.

    ¡Es tan caprichoso el destino!
    Tú y yo,
    aquí importamos los dos.
    Importas tú y lo digo yo.
    En aquel tiempo tú lo escribiste
    como hoy vine yo a escribirlo.

    El tiempo y el espacio, tú y yo, libres.
    Uno con veintiocho metros cuadrados
    para escribir todos los versos pensados.

    ResponderEliminar

Publicar un comentario

Entradas populares de este blog

Mañana será siempre II

[2016, Soraya Benítez y Nuria Sobrino]     Triana sobrepasaba con holgura los veinte grados al comienzo de la noche, aunque el calor no derretía el termómetro como en semanas anteriores. A esas horas, bares y terrazas empezaron a llenarse de gargantas secas y manos empuñando cañas de cerveza muy fría o alguna bebida espirituosa. Nerea y Patricia fueron a un bar de la calle San Jacinto. Les acompañaba Bicho, un pequeño bulldog francés que los padres de Patricia le habían regalado para el vigésimo quinto cumpleaños, recién nacido, color canela, todo orejas. De aquello hacía ya tres años. — ¡Bicho, retírate un poco, hijo, que pegas calor! ―exclamó Patricia, retirando sus sandalias del lomo del perro. — Me recuerda a Iris, qué bonachón el tío ahí tumbado debajo de la mesa. Debe tener un calor… yo me estoy asando ―dijo Nerea, abanicándose con la carta de tapas plastificada. — Esto no es nada. Lo que pasa es que vas con esa melena de rizos suelta y… ¿qué esperas? Esta mañana sí que ha

Día demente

Hoy me pillo por banda el tumulto. Se me arremolinó dentro y estuvo inquieto. Mirando por aquí y luego por allá. Estrujando, apretando, me asustó, me irritó, por momentos me enfadó y hubo un instante en el que me estranguló la vida, con doña angustias de por medio. Como un cuento de miedo, de los que empiezan con muerte del yo y en todo su auge destripan el día hasta que te caes rendida ante la realidad de la vida. Y parece mentira lo que cansa tanto remolino dando vueltas. Nadas a contracorriente desde que amaneces, y aunque con todas tus fuerzas intentes alcanzar ese lugar donde tocas pie y te sientes medio segura, la resaca te arrastra al medio de ese sitio en el que no te ahogas. Pero te hundes, te hundes y tragas agua hasta que el aire ya no se siente. Agotada ando, arrastrando cuerpo y sujetando mente. No se por cual empezar el mantenimiento... ¿alguna sugerencia demente?

Vacía

Vacía el hogar, la maleta y esa mirada puesta. La que aderezas con unos toques de vida interpuesta. Donde los remates no llegan se esconden las peores vivencias. Ahogadas en noches sombrías que desalojan eternas vidas.        Esas que no se cumplen.        Esas que se olvidan. Barres los restos de los supiros y los escondes debajo de la alfombra, para que no se te olvide que algún día tendras que recogerlos. Ya no recuerdas qué te contaba la luna cuando a la noche se escondía debajo de tus sábanas. Asustada de su propia vida visitaba un hogar conocido de su penumbra. Tus oscuras veladas de insomnio gratuito consumieron entero el cirio. No sopló nadie, se apagó solo, como quien oye llover debajo del olivo, resguardado de las gotas del mal querer, pero expuesto al ruido, y a la tragedia que riega el campo de tanto desperdicio. Y ahora, con todo a cuestas y sin nada que perder tira todas las apuestas y camina como si nadie te pudiera ver.